domingo, 25 de diciembre de 2011

sábado, 24 de diciembre de 2011

Ojos de Cristal Marrón

OJOS DE CRISTAL MARRON

Ya he llegado al futuro. Yo, que no quería crecer, que no quería hacerme  mayor, ni deseaba ponerme los zapatos de tacón de mi mamá, como las otras niñas que ansiaban dejar de serlo y convertirse de repente en mocitas presumidas. Siempre he sido un poco la versión niña de Peter Pan, he volado más de la cuenta en las alas de la imaginación, debe ser que fui muy feliz en mi infancia y siempre me he resistido a perderla. De hecho, creo que nunca la perdí del todo, pues sigo siendo en algunas cosas, muy parecida a la niña que fui.
Uno de los primeros recuerdos que tengo en la memoria de aquella infancia mía, es el de un día de Reyes y una muñeca de pelo rizado y rubio, con falda de fieltro rojo, delantal negro de seda con un pequeño borde de puntilla, blusa blanca y corpiño de paño negro. Era una muñeca vestida de pasiega, como supe después. Lo primero que sentí al verla, fue casi un poco de miedo, pues era tan alta como yo, y me miraba muy fijamente, con sus grandes y redondos ojos de cristal marrón. Debajo de la falda roja, llevaba una saya con puntillas, unas medias blancas y unos zapatitos negros, aunque lo que más me gustó de ella, fue el cestuco de mimbre forrado de tela blanca que llevaba en la espalda, sobre el corpiño  sujeto con dos tirantes, y del cual sobresalía la cabeza de un muñequín vestido con un faldón y tapado con una colchita roja, con sábana y todo. Todo en aquella muñeca resultaba primoroso. La conservé muchos años, la amé con ternura, la fui dejando atrás en altura, y poco a poco se fue volviendo tan viejecilla, que aquellos profundos ojos de cristal marrón perdieron el brillo y hasta su pelo, aquella rubia y rizosa cabellera que fue lo primero que ví aquella mañana de reyes de mi primera infancia, se fue deshaciendo con el tiempo. Muchos, muchos años después, cuando mi larga y duradera inocencia se abrió a la realidad, supe el porqué de la delicadeza que desprendía todo en aquella muñeca, el primor de aquel delantalito de seda con puntillas, aquella sabanita del cuévano, su blusita, las medias, aquellas largas pestañas, los zapatitos de charol, los coloretes de aquellas mejillas inolvidables, el color de sus ojos. Todo ello, era la obra artesanal y llena de amor de unos reyes magos que quitando horas al sueño noche tras noche, mientras yo dormía y soñaba con la noche mágica, iban transformando una destartalada y vieja muñeca sin ojos ni dientes, comprada por unas pocas monedas a un trapero, en la más bella y complaciente compañera de juegos que su niña soñadora pudiera imaginar.
Es mi primer recuerdo de un día de Reyes, mi pasieguca querida, la veo como si la tuviera delante, y me imagino las hermosas manos de mi padre, manos del artista que fue, poniendo en aquella boca los dientecillos de papel tan blancos y perfectos, pintando aquellas uñitas, confeccionando su negros zapatitos con trozos de charol, rellenando el vacío de los ojos, colocando dentro de ellos unas cuentas de brillante color marrón y cómo no,  las manos adoradas de mi madre, cosiendo las ropitas a la luz de la bombilla con toda su paciencia y amor, y me les imagino a los dos mirándose durante la tarea, disfrutando a cada paso, unidos como siempre y trabajando sin descanso, para que la noche del cinco de enero los Reyes Magos de Oriente, trajeran la muñeca soñada a aquella afortunada niña que fui.                             
                        Maribel        Parbayón, 18 de Marzo de 2008
                                                                                             

Selva


Mi dulce Selva  Verano 2006


Selva y Musgo

Selva y Musgo mis guardianes queridos  Verano 2006

domingo, 11 de diciembre de 2011

Diana Cazadora


ADIOS,  DIANA CAZADORA

Adios, Diana, pequeña sombra silenciosa siempre en pos de tu amo. Fuiste el primer animalillo que conocí, recién llegada a este hermoso lugar que es desde entonces mi hogar. Recuerdo perfectamente la primera vez que te ví. Eras una tímida cachorrilla de color negro azabache, poseedora de una limpia mirada y un impresionante aspecto ya desde tus primeros momentos. Recuerdo también, que ya entonces eras para tu amo la más dulce y cariñosa de las compañeras, a pesar de la mala fama de los perros de tu raza. Eras, y seguiste siendo hasta el final, la excepción que confirma la regla. Durante once años, día tras día, he visto tu dócil silueta tras los pasos de tu amo. Con sol, con lluvia, con frío o con calor.  Siempre Diana tras Toñín. Inviernos tras otoños, veranos tras primaveras. Siempre Diana tras Toñín. Voy a echarte de menos, pequeña Diana Cazadora, como alguna vez me gustaba llamarte. Y mis perros también. Cada día, durante todos estos años,   Selva y mi adorado Musgo esperaban expectantes tu llegada para recibirte con vuestro idioma, de ladridos. Sobre todo ellos. Tú nunca contestabas. Mirabas hacia arriba, con tus ojos serenos y tu lengua jadeante por la larga caminata, esperando paciente a que tu amo reanudase la marcha después de los breves momentos del  “adiós Toñín” acostumbrado de cada mañana. Poco a poco, tus ágiles y dóciles pasos, se fueron haciendo más lentos y cansados, el paso del tiempo se hizo notar en tu dolorido caminar, te hacías mayor. Hace poco, también mi Musgo se fue de pronto, sin avisar, sin ningún signo que delatara el fin de su momento, al paraíso de los perros, en el que tú ahora te encuentras probablemente es su compañía,  y son ahora dos loquillos chillones y revoltosos, Asón y Cares, los que junto a Selva permanecen sentados y anhelantes detrás de la verja, esperando  el momento de verte aparecer por el recodo de la carretera. Sentirán tu ausencia, pequeña Diana, pues han crecido aprendiendo a esperarte cada mañana y no van a entender ver solo a tu amo, día tras día, de ahora en adelante. Y mi Selva, que tiene casi tu edad, va a echar mucho en falta a su vieja compañera de las mañanas tras la que corría a todo ladrar a lo largo de la senda, de mi jardín hasta casi perderte de vista. Siempre tendré un recuerdo para ti Diana Cazadora, y cada día, ya sea verano o invierno, haga frío o calor, cada vez que vea pasar a tu amo y le diga “adiós, Toñín”, seguiré viendo junto a él caminando como siempre, tu pequeña, dulce y entrañable, sombra silenciosa.                

Maribel
                                                                        

       A Diana                          Parbayón, 9 de Mayo de 2008




Mi Bruja y mi Mimosa

Mi Acacia Mimosa

Los árboles de mi vida

La primera vez que lo ví a finales de un verano, era una pequeña quimita torcida, endeble y reseca en el centro de un tiesto de tierra apretada. Mi primer pensamiento fue que sus incipientes raicillas no resistirían el cambio de lugar, pero  al coger en mis manos su pequeño cepellón y notar entre mis dedos la caricia de aquellos pelillos diminutos, casi sentí que aquél débil latido de su savia lucharía por sobrevivir. Lo plantamos en la parte este de la casa, mirando a levante, justo donde los primeros rayos de sol rozan el césped al amanecer. Poco tiempo después, su pequeña silueta ya sobresalía entre las hierbas del jardín. Nuevos brotes, verdes y aterciopelados surgían de entre las secas hojitas y a través de sus raíces, la savia ya entonces vigorosa, enderezaba su delicado tronco en formación. Poco a poco mi arbolillo iba modelándose y ganando en porte y belleza, poblándose de frondosas ramas repletas de hojas diminutas semejantes a pobladas pestañas que en su entramado recogían las gotas de rocío como párpados llorosos, y a través de las cuales, el sol tamizaba su brillo creando a sus pies la sombra acogedora. Alguna vez, siendo ya su tronco recio y poderoso y el agua de mis pestañas no precisamente de rocío, lo he rodeado largamente con mis brazos hasta acabar sintiendo en mis manos, cómo su savia y mi sangre latían al compás. Lejano ya aquél verano primero, mi árbol se erigía como figura indisoluble en el paisaje del jardín, como un verde mascarón de proa dirigido hacia los vientos, ante los cuales cimbreaba sus gráciles ramas en un baile constante, armonioso unas veces, y otras titánico y ensordecedor.  Al amanecer uno de los días de su segundo invierno, una silenciosa nevada había cubierto de blanco sus hojas de terciopelo, poniendo ante los ojos un mágico espectáculo de nacarado encaje, solo comparado al que se originó después, cuando los copos de nieve derretidos por el sol, se transformaron en miríadas de pequeñas gotas de cristal, que al caer, eran atravesadas por los brillantes rayos, reflejando cada una de ellas, todos los colores del arco iris. Siguieron pasando los dias de aquel largo invierno,  nublados, con abundantes lluvias y densas nieblas que casi impedían ver los árboles del jardín. Una mañana, al abrir la ventana, llegó hasta mí un desconocido y tenue olor, aspiré profundamente y no supe adivinar de dónde procedía. La lluvia no me permitía salir, pero cada día aquél maravilloso olor iba en aumento y mi curiosidad también. A las persistentes lluvias, siguieron días de tozudas nieblas, hasta que al fín, amaneció una mañana esplendorosa de luz y de sol. Abrí la puerta del jardín y sentí que me envolvía nuevamente aquél increíble olor, del que aún no sabía la procedencia. Cerré los ojos y guiándome por él, me dejé llevar hasta que sentí muy cerca el orígen de  aquella fragancia. Abrí los ojos, y entonces lo ví. Era él,  mi árbol, que en complicidad con las sutiles nieblas que lo ocultaron, había convertido su verde ramaje en un maravilloso manto formado por millones de amarillas, diminutas y perfumadas bolitas de suave terciopelo. Me interné en sus adentros extasiada, embriagada con su olor, protegida por sus interminables y majestuosas ramas, llegué hasta su tronco, que poco tiempo atrás había sido una débil quimita en mis manos, y me abracé a él con  emoción, al sentir ante mí aquél inmenso ser vivo de tan rotunda belleza. Y ahí está. Majestuoso y altivo, mirando a levante y a poniente, al norte y al sur, indicándome con sus ramas la dirección del viento, regalándome su sombra en los cálidos veranos, enviándome cada fin de invierno su perfume embriagador y ofreciéndome gentil su tronco, cual pecho vigoroso para que de vez en cuando yo ponga mis manos sobre él y recuerde que una vez, en los principios de su existencia, su savia y mi sangre latieron al compás.       Maribel
                       
Parbayón, 9 de Septiembre de 2006      A mi Acacia Mimosa


Las hojas de mi higuera

Las hojas de mi higuera

sábado, 10 de diciembre de 2011

Los árboles de mi vida

LOS ARBOLES DE MI VIDA
Avanza septiembre y el olor penetrante e inconfundible de las rugosas hojas de mis higueras, repletas de jugosos higos almibarados, trae a mi memoria el recuerdo de aquella otra a la que tantas veces trepé, unas  sintiéndome perseguida por imaginarios bandidos y otras buscando el refugio y la paz tras las agotadoras batallas que mis primos y yo librábamos  en aquellos largos y cálidos veranos de nuestra infancia. ¡Niños, no os arriméis al pozo! Nos gritaba amorosamente mi tía Esperanza cuando corríamos por aquel huerto inmenso a mis ojos de niña, lleno de caminitos entre los sembrados primorosos de mi abuelo, como laberintos que nos conducían a lugares mágicos y a través de los cuales, yo siempre encontraba la aventura soñada. Aquél pozo estaba situado cerca de la higuera, y me atraía como un imán. No me atrevía a acercarme y respetaba la prohibición, no tanto por obediencia sinó por el miedo que me inspiraba su sombría profundidad. Subida en sus ramas y al amparo de las olorosas hojas, contemplaba la tapadera de latón que cubría aquella sima prohibida convertida para mí en un insondable misterio, hasta que llegaba mi tía y destapando el agujero, lanzaba al vacío una cadena a cuyo extremo tenía atado un pequeño calderito.  El ruido de los eslabones al resbalar por el borde de aquel abismo, hacía que mis ojos se abrieran como platos a la espera de que algún ser misterioso despertara de su sueño en el fondo del pozo y subiera dentro del caldero dispuesto a acabar con todas nosotras. Hasta que el pequeño recipiente asomaba por completo y entonces me convencía de que el monstruo maligno no era sino agua cristalina y fresca con la que calmar la sed producida por mi calenturienta imaginación. Muchas tardes, durante la siesta en el ruidoso y fresco colchón de hojas de panoja, cuando los rayos del sol al filtrarse por las rendijas de aquellas contraventanas de madera me despertaban del sueño reparador de la media tarde, miraba  las diminutas partículas doradas que flotaban entre los haces de luz y entonces soñaba despierta con hadas y duendecillos y ¡cómo no! siempre era yo la princesa que cabalgaba con los rubios cabellos flotando al viento por aquellos caminos de oro. Después, me sentaba con mis primos a la sombra de la higuera, y mientras mis tías y mi abuela Leonor cosían o desgranaban las panojas, nos contaban increíbles historias que unas veces nos hacían revolcar por el suelo de la risa, y otras morirnos de miedo, cuando trataban de fantasmas o difuntos. Merendábamos pan con aceite y azúcar, higos, manzanas o mermelada de membrillo, y agua, agua fresca del pozo que mi tía nos servía en un gran "tanque" de porcelana blanca dentro del cual, al inclinarme para beber, aún veo reflejadas como en un espejo, mis trenzas, mi carita tostada por el sol de la huerta y mis ojos soñadores, llenos de conmovedora inocencia. La sombra de aquella higuera de tan acogedoras ramas, de tan dulces frutos, fue durante muchos años testigo de las vivencias de aquél hogar de mis abuelos, y sentada también a sus pies, muchos años antes, la más dulce de las madres meció entre sus brazos al hijo deseado, primer fruto de su eterno y apasionado amor, y mientras le susurraba amorosas canciones de cuna  inclinando sobre él su adorada cabeza, empezaba ya a soñar que con el tiempo, una princesita de largos y rubios cabellos cabalgaría por entre aquellos caminos de oro formados por los rayos de sol, al atravesar las frondosas hojas de aquella higuera.      Maribel

Parbayón 21 de Septiembre 2006   A la Higuera de Monte

viernes, 9 de diciembre de 2011

Musgo mío

Musgo, mi Musgo

Musgo

MUSGO


No era tu hora,  perro mío querido. No era tu momento de irte. Ni tampoco tu hora de dejarme. No estaba preparada para perderte. Tú eras el consuelo a mis penas, y te has ido. Tú, amigo fiel, compañero inseparable, infatigable guardián y centinela, protector de nuestros sueños, ya no estás. Ya no estás. Eras la continuación de mis brazos, que ahora se cierran vacíos en el aire sin sentir entre ellos tu cálido manto de terciopelo. Eras la caricia necesaria, en los tristes momentos. Eras la ternura, en tus gestos y en tus miradas. Eras la elegancia, con tus movimientos suaves y tu andar ligero. Eras el reloj puntual en los días de fiesta, con tus suaves susurros al pié de la ventana del dormitorio, rompiendo nuestro sueño y reclamando tu paseo matinal. Eras el centro de toda reunión alzando tu cabeza inteligente, escuchando atento cada palabra, conociendo a todos, esperando de cada uno la caricia que sabías segura. Eras uno más entre nuestros niños, Iván y Marcelo,  metiendo nada más nacer tu nariz en sus cunitas para reconocerlos por su olor,  verlos crecer y compartir con ellos todos los momentos felices en sus pequeñas vidas, y metiendo tu cabeza entre sus rizos, guardando su sueño, oliendo goloso sus meriendas o cogiendo la pelota suavemente entre tus dientes para ponerla cerca de sus pies. Eras mi segunda sombra, tanto bajo el sol de la mañana, como bajo el sol de mediodía o bajo los oblicuos rayos del sol al atardecer. Siempre juntas tu sombra y la mía. Siempre tus ojos de miel dirigidos hacia mí, adivinando mis pensamientos, adelantándote a mis pasos, reflejando en ellos mi imagen, que te has llevado contigo hacia la eternidad. Cuántas veces mi cabeza reposó en tu mullido lomo, mojándolo con lágrimas amargas, cuando tumbada en el jardín, miraba correr las nubes, buscando encontrar entre ellas, la noble cabeza de sienes plateadas del padre que perdí. Cuántas veces, adormilada bajo el sol, me despertaba el cálido contacto de tu lengua, que con los ojos cerrados, pasabas por mi mano en el gesto de amor más desinteresado y leal que una persona puede recibir. Cuántas veces, en el jardín, sentía tus mullidos pasos y al  darme la vuelta, te encontraba sentado junto a mi, tendiéndome tu mano, y al cogerla, te incorporabas de repente, colocando las dos en mis hombros, buscando el abrazo que yo te daba y tú agradecías con lo que parecía una sonrisa llena de felicidad. Y cuántas veces, sentados en la pendiente del jardín, en las mágicas puestas de sol de las tardes de verano, o en los atardeceres del dorado otoño, tú, siempre junto a mí, mi brazo alrededor de tu cuello, compañeros en la soledad, compañeros en el silencio, he visto la felicidad de cerca, reflejada en tus profundos e inolvidables ojos de mirada cordial y agradecida. Te has ido de repente, Musgo mío, mi perro querido, mi amigo, mi compañero de viaje, mi amor bonito, sin avisar, suavemente, en silencio, girando tu cabeza hacia mí, con mi imagen prendida en tu retina, y con un trozo de mi felicidad dentro de tu corazón. Adiós, Musgo, vete con tu andar ligero, ábrete paso entre las nubes y busca entre ellas la senda luminosa que te dirija hacia el caballero de las sienes plateadas. Cuando lo encuentres, camina junto a él, y estoy segura que algún día, a la hora de la puesta de sol, a la hora mágica del atardecer, veré dos rayos más brillantes que dirigiéndose hacia mí, calentarán el frío hueco que al marcharte, quedó en mi corazón.

                                  A mi Musgo  querido
                                                                      
                                                                       Parbayón 5 de Diciembre de 2006

Oración a papá

   


ORACIÓN     A     PAPÁ



Papá. Ahí te mando a Gelín. Va a acercarse a ti  por esos caminos del Cielo. El está de este lado y tú del de la Eternidad. Dirígele a través de las nubes, y haz de éste para él y Marta, un viaje inolvidable. Gracias, papá querido. Sé que estás atento a los vientos y las tempestades para abrir entre ellos un haz luminoso, seguro y tranquilo por el que ellos disfruten de su amor y su aventura.
                                                                                                       
19-Nov.- 2006



Con motivo del viaje de Gelín y Marta a la Riviera Maya


Adiós, Ojos de Uva


                  
ADIÓS, OJOS DE UVA
Adiós, Ojos de Uva. Ya estás ahí, camino de la eternidad, en busca de tu amado. Desde que él se fue, esos ojos verdes, del mismo color que las uvas maduras, igual de dulces, y serenos como lagos de montaña al amanecer, fueron perdiendo poco a poco su fulgor. Él se lo llevó, prendido en su última mirada, esa mirada que te perteneció sin reservas durante toda tu larga vida y la suya, desde aquel lejano momento de vuestra niñez, en que tus ojos y los suyos se encontraron por primera vez, hace ochenta y dos años. Pareja inseparable, vivisteis la más bella de las historias de amor, mágica como un cuento de hadas, ningún día de vuestra vida lejos uno del otro, solamente durante aquella guerra cruel.
Ahora nos dejas, mamá, no puedes resistir más sin tu Mariano. Dos años sin él, han sido más largos para ti, que toda la Eternidad que ya estás disfrutando a su lado. Estoy segura de que tú y papá, pioneros en nuestras playas desde vuestra primera juventud de nuestras amadas Palas Cántabras, ya estaréis jugando de nuevo juntos, como entonces, felices como siempre, y cualquier día, o cualquier noche, cuando no sople el viento, oiré de nuevo tu risa y la de papá, y el sonido tan conocido de vuestro repalatear en las celestes playas de arenas plateadas. Sabré entonces, madre adorada, tierna, dulce como ninguna, que aquel fulgor perdido por su ausencia, ha vuelto para siempre a tus amados Ojos de Uva.

                                                                                             

                                                                       Tu hija Maribel

                                                                         28-10-2007