La primera vez que lo ví a finales de un verano, era una pequeña quimita torcida, endeble y reseca en el centro de un tiesto de tierra apretada. Mi primer pensamiento fue que sus incipientes raicillas no resistirían el cambio de lugar, pero al coger en mis manos su pequeño cepellón y notar entre mis dedos la caricia de aquellos pelillos diminutos, casi sentí que aquél débil latido de su savia lucharía por sobrevivir. Lo plantamos en la parte este de la casa, mirando a levante, justo donde los primeros rayos de sol rozan el césped al amanecer. Poco tiempo después, su pequeña silueta ya sobresalía entre las hierbas del jardín. Nuevos brotes, verdes y aterciopelados surgían de entre las secas hojitas y a través de sus raíces, la savia ya entonces vigorosa, enderezaba su delicado tronco en formación. Poco a poco mi arbolillo iba modelándose y ganando en porte y belleza, poblándose de frondosas ramas repletas de hojas diminutas semejantes a pobladas pestañas que en su entramado recogían las gotas de rocío como párpados llorosos, y a través de las cuales, el sol tamizaba su brillo creando a sus pies la sombra acogedora. Alguna vez, siendo ya su tronco recio y poderoso y el agua de mis pestañas no precisamente de rocío, lo he rodeado largamente con mis brazos hasta acabar sintiendo en mis manos, cómo su savia y mi sangre latían al compás. Lejano ya aquél verano primero, mi árbol se erigía como figura indisoluble en el paisaje del jardín, como un verde mascarón de proa dirigido hacia los vientos, ante los cuales cimbreaba sus gráciles ramas en un baile constante, armonioso unas veces, y otras titánico y ensordecedor. Al amanecer uno de los días de su segundo invierno, una silenciosa nevada había cubierto de blanco sus hojas de terciopelo, poniendo ante los ojos un mágico espectáculo de nacarado encaje, solo comparado al que se originó después, cuando los copos de nieve derretidos por el sol, se transformaron en miríadas de pequeñas gotas de cristal, que al caer, eran atravesadas por los brillantes rayos, reflejando cada una de ellas, todos los colores del arco iris. Siguieron pasando los dias de aquel largo invierno, nublados, con abundantes lluvias y densas nieblas que casi impedían ver los árboles del jardín. Una mañana, al abrir la ventana, llegó hasta mí un desconocido y tenue olor, aspiré profundamente y no supe adivinar de dónde procedía. La lluvia no me permitía salir, pero cada día aquél maravilloso olor iba en aumento y mi curiosidad también. A las persistentes lluvias, siguieron días de tozudas nieblas, hasta que al fín, amaneció una mañana esplendorosa de luz y de sol. Abrí la puerta del jardín y sentí que me envolvía nuevamente aquél increíble olor, del que aún no sabía la procedencia. Cerré los ojos y guiándome por él, me dejé llevar hasta que sentí muy cerca el orígen de aquella fragancia. Abrí los ojos, y entonces lo ví. Era él, mi árbol, que en complicidad con las sutiles nieblas que lo ocultaron, había convertido su verde ramaje en un maravilloso manto formado por millones de amarillas, diminutas y perfumadas bolitas de suave terciopelo. Me interné en sus adentros extasiada, embriagada con su olor, protegida por sus interminables y majestuosas ramas, llegué hasta su tronco, que poco tiempo atrás había sido una débil quimita en mis manos, y me abracé a él con emoción, al sentir ante mí aquél inmenso ser vivo de tan rotunda belleza. Y ahí está. Majestuoso y altivo, mirando a levante y a poniente, al norte y al sur, indicándome con sus ramas la dirección del viento, regalándome su sombra en los cálidos veranos, enviándome cada fin de invierno su perfume embriagador y ofreciéndome gentil su tronco, cual pecho vigoroso para que de vez en cuando yo ponga mis manos sobre él y recuerde que una vez, en los principios de su existencia, su savia y mi sangre latieron al compás. Maribel
Parbayón, 9 de Septiembre de 2006 A mi Acacia Mimosa
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