viernes, 9 de diciembre de 2011

Musgo

MUSGO


No era tu hora,  perro mío querido. No era tu momento de irte. Ni tampoco tu hora de dejarme. No estaba preparada para perderte. Tú eras el consuelo a mis penas, y te has ido. Tú, amigo fiel, compañero inseparable, infatigable guardián y centinela, protector de nuestros sueños, ya no estás. Ya no estás. Eras la continuación de mis brazos, que ahora se cierran vacíos en el aire sin sentir entre ellos tu cálido manto de terciopelo. Eras la caricia necesaria, en los tristes momentos. Eras la ternura, en tus gestos y en tus miradas. Eras la elegancia, con tus movimientos suaves y tu andar ligero. Eras el reloj puntual en los días de fiesta, con tus suaves susurros al pié de la ventana del dormitorio, rompiendo nuestro sueño y reclamando tu paseo matinal. Eras el centro de toda reunión alzando tu cabeza inteligente, escuchando atento cada palabra, conociendo a todos, esperando de cada uno la caricia que sabías segura. Eras uno más entre nuestros niños, Iván y Marcelo,  metiendo nada más nacer tu nariz en sus cunitas para reconocerlos por su olor,  verlos crecer y compartir con ellos todos los momentos felices en sus pequeñas vidas, y metiendo tu cabeza entre sus rizos, guardando su sueño, oliendo goloso sus meriendas o cogiendo la pelota suavemente entre tus dientes para ponerla cerca de sus pies. Eras mi segunda sombra, tanto bajo el sol de la mañana, como bajo el sol de mediodía o bajo los oblicuos rayos del sol al atardecer. Siempre juntas tu sombra y la mía. Siempre tus ojos de miel dirigidos hacia mí, adivinando mis pensamientos, adelantándote a mis pasos, reflejando en ellos mi imagen, que te has llevado contigo hacia la eternidad. Cuántas veces mi cabeza reposó en tu mullido lomo, mojándolo con lágrimas amargas, cuando tumbada en el jardín, miraba correr las nubes, buscando encontrar entre ellas, la noble cabeza de sienes plateadas del padre que perdí. Cuántas veces, adormilada bajo el sol, me despertaba el cálido contacto de tu lengua, que con los ojos cerrados, pasabas por mi mano en el gesto de amor más desinteresado y leal que una persona puede recibir. Cuántas veces, en el jardín, sentía tus mullidos pasos y al  darme la vuelta, te encontraba sentado junto a mi, tendiéndome tu mano, y al cogerla, te incorporabas de repente, colocando las dos en mis hombros, buscando el abrazo que yo te daba y tú agradecías con lo que parecía una sonrisa llena de felicidad. Y cuántas veces, sentados en la pendiente del jardín, en las mágicas puestas de sol de las tardes de verano, o en los atardeceres del dorado otoño, tú, siempre junto a mí, mi brazo alrededor de tu cuello, compañeros en la soledad, compañeros en el silencio, he visto la felicidad de cerca, reflejada en tus profundos e inolvidables ojos de mirada cordial y agradecida. Te has ido de repente, Musgo mío, mi perro querido, mi amigo, mi compañero de viaje, mi amor bonito, sin avisar, suavemente, en silencio, girando tu cabeza hacia mí, con mi imagen prendida en tu retina, y con un trozo de mi felicidad dentro de tu corazón. Adiós, Musgo, vete con tu andar ligero, ábrete paso entre las nubes y busca entre ellas la senda luminosa que te dirija hacia el caballero de las sienes plateadas. Cuando lo encuentres, camina junto a él, y estoy segura que algún día, a la hora de la puesta de sol, a la hora mágica del atardecer, veré dos rayos más brillantes que dirigiéndose hacia mí, calentarán el frío hueco que al marcharte, quedó en mi corazón.

                                  A mi Musgo  querido
                                                                      
                                                                       Parbayón 5 de Diciembre de 2006

1 comentario:

Olga dijo...

Mi Maribel querida, no tengo palabras para describir lo que he sentido con esta hermosa y emotiva carta a tu adorado Musgo. Solo decirte que se me han saltado las lágrimas. Espléndida.